Dos lecciones de la virginidad perpetua de María

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Al escuchar la doctrina de la virginidad de María, a menudo nos satisfacemos con una explicación del milagro de la concepción de Jesús. Sin embargo, la doctrina va más allá de este mero hecho, al tratar de su nacimiento y del estado de María después del nacimiento de Jesús. Como afirma el Catecismo: “La profundización de la fe en la maternidad virginal llevó a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el acto de dar a luz al Hijo de Dios hecho hombre” (n. 499). Así la Iglesia profesa con absoluta creencia que María mantuvo su integridad virginal antes, durante y después del nacimiento de Jesús.

Cuando se discuten misterios de fe tan sensibles, es importante comenzar con humildad y reverencia hacia la enseñanza. Puede ser fácil dar paso a cuestiones de mecánica que se vuelven demasiado personales y van demasiado lejos en la santidad del misterio del nacimiento de Jesús y la virginidad de María. Fácilmente podemos abordar esta cuestión con preocupaciones muy contemporáneas que, por muy válidas que sean, pierden de vista el corazón de la doctrina que es vital para la vida de la Iglesia. ¿Por qué, entonces, la Iglesia insiste en ello? Hay dos lecciones que extraer: una se refiere a la caída y, por lo tanto, a nuestra salvación; el otro es la conexión entre su papel en la vida de la Iglesia.

La virginidad y la caída

Aprendemos en Génesis que al hombre y la mujer se les ordena multiplicarse y llenar la Tierra (ver 1:28). Sabemos también que la caída del hombre trae consigo dolor y sufrimiento en el parto (ver Gn 3,16). El primer libro de la Biblia nos revela aquí dos hechos: que tener hijos es parte del plan original de Dios, pero que la caída ha torcido este plan y ha tenido un efecto en cómo se lleva a cabo el tener hijos. Los padres de la Iglesia hablan de cómo la procreación, aun siendo un bien, adquiere una realidad diferente a causa de la caída. Está claro a partir de la evidencia bíblica que algo cambió a la luz de la caída, porque la caída afectó a toda la creación, incluido el cuerpo.

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Entonces, la virginidad de María, porque María no tiene pecado, nos revela algo en su maternidad sobre cómo habría sido la procreación y la maternidad antes de la caída. Esto sigue siendo misterioso y, al mirarlo a través de nuestra propia caída, podemos esforzarnos por ver la realidad con claridad. Pero la virginidad perpetua de María está destinada a revelar algo acerca de por qué fuimos creados originalmente. Como María no tiene pecado, los efectos de la caída no la afectan en el porte de Jesús. Puesto que su Inmaculada Concepción realiza su salvación, lleva en sí misma los efectos de la Cruz en un tiempo anterior a su realización histórica. María ya está redimida en su concepción, por lo que el efecto del pecado que afecta a todas las generaciones no la afecta a ella. Su virginidad perpetua es signo de la victoria de su Hijo y es testimonio de la eficacia salvífica de la Cruz y de la Resurrección. Su virginidad es el signo de la nueva creación, que es el cumplimiento de la antigua representada en Adán y Eva. Así, es posible una nueva forma de amor a través de Cristo y encarnado en María.

Madre de la Iglesia

La doctrina de la virginidad perpetua de María se extiende a su papel y misión con respecto a la Iglesia universal. Siendo la virgen perpetua, que es signo de un amor universal que no es excluyente sino incluyente, María abraza a toda la Iglesia como a sus hijos como abraza a su Hijo, de cuyo cuerpo somos miembros. El objetivo del amor virginal es amar con una visión plena, decir que el camino de Cristo es el camino exclusivo por el cual se debe vivir la vida. La virginidad perpetua de María es un signo de nuestro destino donde no estamos ni casados ​​ni entregados en matrimonio (cf Mt 22,30). La exclusividad de María hace universal su amor, y es signo del amor universal de Jesús al que ella dice siempre “sí”. Al abrazar a su Hijo, abraza a los miembros de su Cuerpo, la Iglesia. Esta virginidad perpetua, por lo tanto, apunta a su maternidad de la Iglesia, así como también es un signo de que ella está siempre “dando a luz” a Cristo que ha de formarse en nosotros (cf. Gal 4,19). Su virginidad es una apertura constante a Dios en el Espíritu Santo, un parto constante y un amor constante que se preocupa por cada uno de nosotros. La virginidad perpetua de María no es, pues, una reducción de su sexualidad, sino la expresión más plena del amor por el que puede amar a todos los hombres con una apertura que no tiene límites.

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El Padre Harrison Ayre es sacerdote de la Diócesis de Victoria, Columbia Británica. Sígalo en Twitter en @FrHarrison .