El Sacramento del Bautismo nos libera del pecado y nos hace una nueva creación (ver Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1213). Sin embargo, no quita nuestro libre albedrío, y la experiencia nos muestra que somos tristemente propensos a caer en el pecado después de nuestra conversión inicial. La misericordia de Dios proporciona una serie de remedios para tal pecado posterior, principalmente el Sacramento de la Reconciliación.
El Sacramento de la Reconciliación restaura la unión con Dios que está debilitada por el pecado, pero aún podemos sufrir una necesidad persistente de purificación espiritual. Nuestra teología nos enseña que podemos lograr esta purificación aquí en la tierra o, después de nuestra muerte, en el purgatorio.
A esta purificación la llamamos “expiación”, y la llevamos a cabo de varias maneras. El Catecismo identifica formas tradicionales de oración, ayuno y limosna, así como “revisión de vida, examen de conciencia, dirección espiritual, aceptación del sufrimiento, resistencia a la persecución por causa de la justicia” (No. 1435). El texto recomienda también la recepción frecuente de la Eucaristía (n. 1436).
El valor de la expiación es su poder para unir nuestro dolor con el sufrimiento de Cristo. La cruz “reconcilia al hombre con Dios… y lo sana” (n. 1990). Buscar los signos de la cruz en nuestra vida nos permite abrazar más íntimamente el amor de Cristo.